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Con esa letanía se le dio gusto a su padre, que consideraba Soledad un nombre sonoro y
contundente digno de acompañar sin más el cuerpo de su hija, a su abuela materna empe-
ñada en ponerle a la niña el mismo nombre duro con el que ella vivía, a su madre que como
toda mexicana con riesgos en el presente y temblor ante el futuro acudía para todo asunto
a la dulce y muda presencia de la Virgen de Guadalupe, y a su abuela paterna que no era
muy dada a tratar con los santos porque consideraba torpe meterse a pedirle algo a gente
que por muchos méritos que tuviera no tenía ni de chiste el poder de los iluminados cora-
zones de María y Jesús que, como cualquiera debía saber, eran importantes miembros del
poderío central. Porque no en balde Jesús formaba parte de la Santísima Trinidad y María
era su madre.
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Total, de todo ese barullo resultó que la niña creció con dos nombres. El que le puso su
padre y el que le dio su madre con aquella su vocación de quedar bien con todo el mundo,
incluidas las dos partes en que su cabeza siempre acababa dividiendo el mundo para no
tener que elegir demasiado: María José le dijo, desde que la tuvo entre sus brazos al volver
de la ceremonia hasta que la niña cumplió siete años y enfrentó su fe de bautismo, cuando
la llevaron a inscribir al colegio. Entonces supo que su primer nombre era Soledad y que
estaba sola frente a eso y la rigidez de las monjas que así la llamaban.
Por ese tiempo, Evelia García de García, su madre, una mujer a quien la paciencia de Jo-
sefa mantenía como amiga más por serle fiel a la mutua infancia en que se quisieron, que
por cualquier otro interés o afinidad, empezó a llevarla de visita a la casa de los Sauri. Emi-
lia fue la primera en llamarla Sol.
No se le olvidaría nunca. Estaba sentada junto a su madre en un sillón acolchonado de
los que Josefa Sauri tenía en su sala contra todas las leyes de la elegancia tradicional y a
favor de la paz y el descanso de quienes la frecuentaban, cuando llegó del jardín, chapeada
y brillante, una niña dos años menor que desde el primer día se hizo cargo de ella como si
fuera la mayor.
-¿Invitas a Soledad a jugar contigo? -le había pedido Josefa al verla entrar.
-Ven Sol. Te enseño mis tesoros -dijo Emilia sin más trámite.
Se hicieron amigas esa tarde y habían crecido buscándose, adivinando que una tenía lo
que a otra le faltaba y que no había mejor manera de sentirse completas que andar juntas.
Con el tiempo aprendieron tanto una de la otra que a primera vista eran menos profundas
sus diferencias. Sólo ellas sabían que en momentos extremos, cada una era cada cual de la
misma intensa y remota manera.
Por eso, cuando Salvador la dejó sin saber qué decirse de aquella conversación, y tras él
vio pasar a Daniel corriendo, Sol buscó a su amiga y supo sin haber estado nunca ahí que
la encontraría en el jardín.
Emilia seguía sentada cerca del estanque. Empezaba a caer una lluvia de gotas peque-
ñas.
-¿Estás llorando? -le preguntó Sol agachándose para mirar de cerca su cara.
-Ya voy a terminar -dijo Emilia sacando de su bolso un pañuelo delgado de los que llega-
ban de Holanda. Luego abrazó a su amiga un largo rato. Sol la recibió sin hablar y estuvie-
ron así hasta que las dos empezaron a mecerse.
Emilia había dejado de llorar y silbaba una cancioncita que iba marcando el ritmo con
que bailaban abrazadas como dos osos.
-Conocí a Salvador -dijo Sol.
-¿Te gustó? -preguntó Emilia interrumpiendo su música.
-Sí -le contestó Sol.
-Pobre de ti -dijo Emilia y retomó el silbido donde lo había dejado pendiente.
Abrazadas y silbando las encontró Josefa Sauri cuando salió a buscarlas. Había termi-
nado de ayudar a su hermana para que la casa de los Cuenca no quedara hecha un caos.
-Están empapadas -les dijo.
-Lo de menos es lo de afuera tía Josefa -le contestó Sol que estaba por completo al tanto
de la discrepancia entre la madre y la hija y se proponía suavizarla.
-Pobrecitas. Vengan, vamos a ver si podemos dormir.
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-Nadie duerme cuerdo lleva a cuestas la fantasía de la revolución -dijo Milagros Veytia
acercándose.
-¿Ya te dijo Sol que deslumbró a Salvador? -le preguntó a Emilia.
-Es incapaz -contestó Emilia.
-Pero si yo la vi.
-Incapaz de decirlo -explicó Emilia.
-¿Y a ti qué te pareció él? -quiso saber Josefa-. Tu mamá diría que es muy mal partido.
-Entonces ¿qué crees que me pareció?
-El hombre ideal -dijo Emilia.
-Casi -dijo Sol-. Por suerte, tardará tanto en regresar que para entonces estaré casada.
-¿Con quién? -preguntó Emilia.
-Con alguno -contestó Sol en el tono que usaba para hablar de los inabordables desig-
nios de su madre.
-Eso si tú quieres -dijo Milagros Veytia.
-Voy a querer -le contestó Sol, como si adivinara el futuro.
-Por lo pronto vámonos o no vuelves a salir con nosotras -pidió Josefa viendo el reloj de
la Waterbury Company que movía su péndulo en la sala de los Cuenca.
La buena pero poco ingeniosa Evelia García, como la calificaba Milagros Veytia, y su in-
tachable pero colérico marido, como lo llamaba la propia Evelia, esperaban a su hija dete-
nidos en la puerta de su casa frente a la Plazuela del Carmen.
Eran las diez y cuarto de la noche cuando las cuatro mujeres llegaron ahí en el auto que
Rivadeneira les había prestado.
En cuanto las tuvo cerca pero aún con el coche andando, el señor García empezó a gri-
tar. Sin que mediara mayor trámite calificó de inmorales a las Veytia y a la gente con que
ellas se reunían los domingos y le reprochó a su hija lo que él consideraba un acto de liber-
tinaje que manchaba la honra de su apellido y ponía en riesgo su condición de mujer de-
cente.
-Pero si le traemos a su prenda más cuidada que nunca -gruñó Milagros cuando terminó
de estacionarse.
-Mejor no hables Milagros -le pidió Josefa al ver el gesto de los García. Y saltando del
coche con una destreza inusitada se disculpó por la tardanza.
-A ustedes no hay nada que perdonarles, ya las conocemos -dijo el señor García, que
tenía a su mujer paralizada de terror-. ¿A qué horas vas a bajarte Soledad? -preguntó.
-Cuando a usted se le haya aquietado el tono de voz -dijo Milagros Veytia.
-A mí no tiene por qué bajárseme ningún tono, señora -dijo el señor García-. Soledad es
mi hija y yo mando en ella. Por fortuna no me tocó ser padre de ustedes.
-Dice usted bien, la vida nos salvó de esa desgracia -dijo Milagros.
-Deje bajar a mi hija si no quiere que le diga al gobierno a qué dedican sus reuniones -
contestó el señor García.
Sol iba sentada justo atrás de Milagros y en voz baja le pidió que la dejara salir.
-Como ve usted, la niña quiere bajarse -le dijo Milagros al señor García-. Lo mismo pasó
en la reunión de la que venimos. Ella hubiera querido salir antes, pero no la dejábamos. [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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