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Francie fue más capaz de resignarse a separarse de su enamorado -iban a ser seis o siete
semanas- que de aceptar la hospitalidad de sus hermanas. El señor Dosson confiaba en él;
le dijo: «Bien, caballero, la verdad es que es usted un cerebro», al término de la mañana
que pasaron entre papeles y lapiceros; tras esto, Gaston hizo sus preparativos para zarpar.
Para ser justos con Francie, hay que decir que, antes de que Gaston se marchara de París,
le confesó que sus reparos a ir de manera tan íntima siquiera a casa de madame de
Brécourt estaban fundados en el temor a que con el trato estrecho hubiese de hacer algo
que causara el desprecio de todos. Gaston repuso, primero, que se dejase de faramallas, y
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después quiso saber si acaso esperaba no tener jamás un trato estrecho con su nueva
parentela. «Sí, claro, pero entonces habrá menos riesgos..., ¡estaremos casados! », repuso
Francie. Este pequeño incidente sucedió tres días antes de partir el joven; pero lo que
ocurrió justo la tarde anterior fue que, al pasarse por el Hotel de l'Univers et de
Cheltenham a decir un último adiós de camino a coger el expreso nocturno a Londres (su
barco zarpaba desde Liverpool), se encontró al señor George Flack sentado en el salón de
satén rojo. El corresponsal de El Eco había vuelto.
IX
Las relaciones del señor Flack con sus viejos amigos no revistieron, tras su aparición en
París, aquella familiaridad y frecuencia que habían caracterizado su trato un año antes: les
hizo saber con toda franqueza que veía fácilmente que la situación era bien distinta.
Habían entrado en los círculos de postín y el pasado les daba lo mismo: aludió al pasado
como si hubiera abundado en mutuas promesas solemnes, en compromisos que ahora se
rechazaban. «¿Qué ocurre? ¿Por qué no se viene algún día con nosotros?», preguntó el
señor Dosson, al no haber percibido por sí mismo ningún motivo para que el joven
periodista no pudiera ser un personaje bienvenido y oportuno en la Cours de la Reine.
Delia quería saber de qué estaba hablando el señor Flack: ¿acaso no conocía él a mucha
gente que ellos no conocían y acaso no era normal que tuviesen su propio círculo? El
joven abordaba la cuestión con humor, y era con Delia con quien principalmente se
entablaba la discusión. Cuando el señor Flack sostenía que los Dosson lo habían
«reducido», el señor Dosson exclamaba: «¡Bueno, supongo que volverá usted a crecer!».
Y Francie observaba que de nada le iba a servir hacerse el mártir, puesto que ya sabía él
perfectamente que con toda la gente famosa que veía y con tanto ajetreo se lo pasaba la
mar de bien. Francie se daba cuenta de que ella misma estaba mucho menos accesible que
la primavera anterior, puesto que mesdames de Brécourt y de Cliché (la primera mucho
más que la segunda) la privaban de buena parte de sus horas. A pesar de sus protestas a
Gaston contra una prematura intimidad con sus hermanas, pasaba días enteros en su
compañía (tenían tantísimo que contarle acerca de la que sería su vida futura, por lo
general muy agradable), y pensaba que estaría bien que en estas temporadas Flack se
dedicase a su padre, e incluso a Delia, como solía hacerlo.
Pero que la naturaleza del señor Flack pecaba de cierta insinceridad lo demostraba que
ahora tendiese a visitarlos poco. Era evidente que no le importaba su padre por sí mismo,
y, aunque el señor Dosson era el hombre menos quejicoso del mundo, Francie adivinó
que sospechaba que su viejo amigo se había distanciado. Se habían terminado las
correrías por lugares públicos, eso de probar cafés nuevos. El señor Dosson tenía a veces
el mismo aspecto que había tenido antaño cuando George Flack los «localizaba» en algún
sitio, como si esperase ver a su sagaz cicerone volviendo apresuradamente junto a ellos,
con su gabán parduzco ondeando al viento; pero esta expectativa solía disiparse. Echaba
de menos a Gaston por las numerosas ocasiones en que le había encargado la cena aquel
invierno, y el conde y el marqués, cuyo dominio del inglés era tan parco como
abundantes eran sus otras distracciones, no buscaban su compañía. El señor Probert, a
decir verdad, había manifestado cierto espíritu confraternizador; había ido un par de
veces al hotel desde la partida de su hijo, y había dicho, sonriendo y con tono de
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reproche: « ¡Nos tiene usted abandonados, abandonados!». El señor Dosson no había
comprendido a qué se refería con esto hasta que Delia se lo explicó una vez se hubo
marchado el visitante, e incluso entonces el remedio para el abandono, administrado a los
dos o tres días, no había dado ningún fruto en particular. El señor Dosson, siguiendo
instrucciones de su hija, fue a solas a la Cours de la Reine, pero el señor Probert no estaba
en casa. Se limitó a dejar una tarjeta, en la que previamente Delia había escrito: «¡Lo
siento!». Su padre le había dicho que entregaría la tarjeta si era eso lo que quería, pero
que se negaba a tener nada que ver con su redacción. Se debatió si acaso el comentario
del señor Probert no habría sido una alusión a cierta descortesía con sus yernos. ¿Quizá
debería el señor Dosson saludar personalmente a messieurs de Brécourt y de Cliché, y no [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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